La oscuridad, no saber donde se pisa, no saber la dirección en que uno se mueve, no tener precisión de donde va a terminar el camino. No es que uno ande a tientas por voluntad propia. Simplemente hay días que parece que todo se desmorona a nuestro al rededor sin saber como seguir.
En realidad, uno sabe cómo seguir, como siempre hizo, un pie primero y después el otro. Sin saber la motivación que lo lleva a hacer eso, solo continuar, levantarse si uno cayó, sujetarse si tropezó, pero siempre con el mismo fin, primero un pie y después el otro. Eso que nos enseñan de pequeños y queda encerrado en nuestro interior sin que nadie lo pueda arrancar. Seguir, continuar.
Hay días grises, lluviosos, que hacen mella en nuestra voluntad de madera, y aunque sea la de mejor calidad, el agua afecta. Si una inundación nos llega, nos puede arrastrar, llevar a lugares inciertos, desconocidos, con peligros inminentes solo vistos por nuestros ojos y los de nadie más. Miedos que no se pueden compartir, no porque no haya oídos comprensivos, sino porque son indescriptibles, y vienen de los lugares más íntimos y remotos.
Circunstancias en la vida en que nos sentimos de nuevo niños, en que solo queremos que un brazo afectuoso nos rodee, que nos digan que todo va a estar bien, y luego nos den una merienda caliente y saber que nada nos puede pasar, que otros se van a ocupar de lo que más nos preocupa, que no hay dolor que no se puede enfrentar, porque estamos protegidos.
Luego, un sacudón de realidad nos hace ver que esos tiempos pasados, que idealizamos en nuestra memoria, solo están ahí, y nada más, ya no existen. El viento helado golpea nuestras mejillas, el agua moja nuestro cabello para convencernos que solo hay que seguir, aguantar el dolor, enfrentar lo desconocido.
Hasta el árbol más fuerte le puede caer un rayo, lo puede carcomer el fuego, lo puede voltear el viento más fuerte, o lo puede arrastrar el agua. ¿Está mal que eso nos pase? No lo creo. Sin embargo, a diferencia de una árbol, mientras haya la chispa de la vida en nosotros, nos queda una obligación, una voluntad, la de seguir, aún en los momentos más negros, donde la oscuridad, el frío, el miedo, y hasta la desesperanza nos cerquen.
La gran pregunta es por qué.
Yo pude encontrar una respuesta hace bastante poco.
Un abrazo. Sí, un abrazo hace que todo lo oscuro, lo frío, lo húmedo, lo triste se compacte y ocupe menos lugar. Sigue estando eso que tanto nos molesta y nos incomoda, que nos hace mal, pero hay lugar ahora para otras cosas. Un abrazo nos da calor, nos da luz, nos da cariño, nos da amor. Quizá nos haga lugar para poder tener un poco de felicidad, a pesar de estar pasando por la más feroz de las tormentas. Porque las tormentas más feroces son las que pasa uno, en este momento, ahora.
Si fuera cualquier abrazo, fácil sería poder ser felices. No es cualquier abrazo, es un único abrazo de alguien que nos brinde ese amor que vence la oscuridad y el miedo. Tuve la dicha de encontrarlo.
Solo necesito ese abrazo.
En realidad, uno sabe cómo seguir, como siempre hizo, un pie primero y después el otro. Sin saber la motivación que lo lleva a hacer eso, solo continuar, levantarse si uno cayó, sujetarse si tropezó, pero siempre con el mismo fin, primero un pie y después el otro. Eso que nos enseñan de pequeños y queda encerrado en nuestro interior sin que nadie lo pueda arrancar. Seguir, continuar.
Hay días grises, lluviosos, que hacen mella en nuestra voluntad de madera, y aunque sea la de mejor calidad, el agua afecta. Si una inundación nos llega, nos puede arrastrar, llevar a lugares inciertos, desconocidos, con peligros inminentes solo vistos por nuestros ojos y los de nadie más. Miedos que no se pueden compartir, no porque no haya oídos comprensivos, sino porque son indescriptibles, y vienen de los lugares más íntimos y remotos.
Circunstancias en la vida en que nos sentimos de nuevo niños, en que solo queremos que un brazo afectuoso nos rodee, que nos digan que todo va a estar bien, y luego nos den una merienda caliente y saber que nada nos puede pasar, que otros se van a ocupar de lo que más nos preocupa, que no hay dolor que no se puede enfrentar, porque estamos protegidos.
Luego, un sacudón de realidad nos hace ver que esos tiempos pasados, que idealizamos en nuestra memoria, solo están ahí, y nada más, ya no existen. El viento helado golpea nuestras mejillas, el agua moja nuestro cabello para convencernos que solo hay que seguir, aguantar el dolor, enfrentar lo desconocido.
Hasta el árbol más fuerte le puede caer un rayo, lo puede carcomer el fuego, lo puede voltear el viento más fuerte, o lo puede arrastrar el agua. ¿Está mal que eso nos pase? No lo creo. Sin embargo, a diferencia de una árbol, mientras haya la chispa de la vida en nosotros, nos queda una obligación, una voluntad, la de seguir, aún en los momentos más negros, donde la oscuridad, el frío, el miedo, y hasta la desesperanza nos cerquen.
La gran pregunta es por qué.
Yo pude encontrar una respuesta hace bastante poco.
Un abrazo. Sí, un abrazo hace que todo lo oscuro, lo frío, lo húmedo, lo triste se compacte y ocupe menos lugar. Sigue estando eso que tanto nos molesta y nos incomoda, que nos hace mal, pero hay lugar ahora para otras cosas. Un abrazo nos da calor, nos da luz, nos da cariño, nos da amor. Quizá nos haga lugar para poder tener un poco de felicidad, a pesar de estar pasando por la más feroz de las tormentas. Porque las tormentas más feroces son las que pasa uno, en este momento, ahora.
Si fuera cualquier abrazo, fácil sería poder ser felices. No es cualquier abrazo, es un único abrazo de alguien que nos brinde ese amor que vence la oscuridad y el miedo. Tuve la dicha de encontrarlo.
Solo necesito ese abrazo.
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