Perdernos, estar sin un rumbo, saber adonde queremos ir pero no conocer el camino suele causarnos desolación, abatimiento, y, hasta en algunos casos, no encontrar la salida puede acabar con nuestra vida, o peor, con nuestra esperanza.
Podemos perdernos de manera literal, física, cuando en un lugar que no conocemos nos alejamos de la civilización. Solos, en un lugar desconocido, somos presa fácil del desánimo, de la desorientación, del hambre, del frío, del calor. Si la situación no se remedia en poco tiempo, salvo excepciones, podemos sucumbir a los peores enemigos, entre los cuales se encuentra la muerte.
Sin embargo, perderse en un mar de emociones puede ser igual o más devastador que perderse de manera física. Y el mayor inconveniente es que puede ser que nadie se dé cuenta de que estamos perdidos, a la deriva. Sin ayuda, sin rumbo, sin destino al cual llegar, enemigos más crueles que la muerte pueden asaltarnos, como la desesperanza, la desolación, el remordimiento, hasta el odio.
Pero no todas las veces que nos perdemos, es de una forma negativa, aunque la palabra para perderse viene de perder, y generalmente cuando uno pierde, es algo malo, negativo. Hay veces que uno al querer encontrarse con uno mismo, comienza un camino, que al transitarlo, se cruza con el camino de otros. Hay veces que el resultado del cruce es un choque, donde hay heridos. Otras veces, reconocemos que nuestro camino se vuelve paralelo al camino de otro, y uno comienza a transitar el camino de la vida con una amistad de esas que duran mientras haya camino.
Y otras veces, nos perdemos en el camino de otro. Una sonrisa, unos ojos marrones, un agradable aroma hacen que uno se desvíe de su propio camino, y que quiera transitar el camino de otro. Nuestro camino, ya lo conocemos, y no suele haber sorpresas. Mientras tanto, en caminos ajenos, la sorpresa, lo inesperado puede hacernos perder, pero en ese perdernos es cuando encontramos al otro, cuando una mano que uno quisiera sostener toda su vida nos guía en ese camino nuevo, desconocido. Con camino nuevo, con guía nuevo, nuestras ganas de seguir transitando se renuevan, se vigorizan. Aunque la novedad pasa pronto, uno se va sintiendo cómodo en ese nuevo lugar, transitando de una manera placentera y esperanzadora.
Al perdernos en esas sonrisas, en esas miradas cómplices, en ese entendimiento mutuo que hace parecer que hace dos vidas que uno conoce al otro, uno termina encontrando mucho más que lo que deja atrás. Y lo más importante, nos encontramos a nosotros mismos.
Podemos perdernos de manera literal, física, cuando en un lugar que no conocemos nos alejamos de la civilización. Solos, en un lugar desconocido, somos presa fácil del desánimo, de la desorientación, del hambre, del frío, del calor. Si la situación no se remedia en poco tiempo, salvo excepciones, podemos sucumbir a los peores enemigos, entre los cuales se encuentra la muerte.
Sin embargo, perderse en un mar de emociones puede ser igual o más devastador que perderse de manera física. Y el mayor inconveniente es que puede ser que nadie se dé cuenta de que estamos perdidos, a la deriva. Sin ayuda, sin rumbo, sin destino al cual llegar, enemigos más crueles que la muerte pueden asaltarnos, como la desesperanza, la desolación, el remordimiento, hasta el odio.
Pero no todas las veces que nos perdemos, es de una forma negativa, aunque la palabra para perderse viene de perder, y generalmente cuando uno pierde, es algo malo, negativo. Hay veces que uno al querer encontrarse con uno mismo, comienza un camino, que al transitarlo, se cruza con el camino de otros. Hay veces que el resultado del cruce es un choque, donde hay heridos. Otras veces, reconocemos que nuestro camino se vuelve paralelo al camino de otro, y uno comienza a transitar el camino de la vida con una amistad de esas que duran mientras haya camino.
Y otras veces, nos perdemos en el camino de otro. Una sonrisa, unos ojos marrones, un agradable aroma hacen que uno se desvíe de su propio camino, y que quiera transitar el camino de otro. Nuestro camino, ya lo conocemos, y no suele haber sorpresas. Mientras tanto, en caminos ajenos, la sorpresa, lo inesperado puede hacernos perder, pero en ese perdernos es cuando encontramos al otro, cuando una mano que uno quisiera sostener toda su vida nos guía en ese camino nuevo, desconocido. Con camino nuevo, con guía nuevo, nuestras ganas de seguir transitando se renuevan, se vigorizan. Aunque la novedad pasa pronto, uno se va sintiendo cómodo en ese nuevo lugar, transitando de una manera placentera y esperanzadora.
Al perdernos en esas sonrisas, en esas miradas cómplices, en ese entendimiento mutuo que hace parecer que hace dos vidas que uno conoce al otro, uno termina encontrando mucho más que lo que deja atrás. Y lo más importante, nos encontramos a nosotros mismos.
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